1En la Historia del Derecho Romano y, lo que es más importante, casi me atrevería a decir, en la Historiografía romanística de todos los tiempos, el Código Teodosiano (en adelante, CTh.) ha venido ocupando un lugar secundario y limitado, de reparto, vicarial si se permite la expresión, acaso derivado de una fascinación excesiva, casi única, exclusiva y excluyente, por lo clásico o por el clasicismo, concebidos ambos como realidades históricas determinadas y, sobre todo, como estilos jurídicos concretos en los que concurrían un gusto por la exacta y pulcra conceptualización y por la delimitación precisa de institutos y de categorías, además de una cierta querencia hacia el orden y la sistemática, que eclipsaban, cuando no directamente rechazaban, todo aquello que no se acercase al modelo diseñado, es decir, a ese mundo clásico o al mundo bizantino que trató de copiar, no siempre con los resultados apetecidos, aquel primer gran referente jurídico de Occidente. La opción era legítima, operativa y válida, siempre y cuando no se incurriese en minusvaloraciones o desprecios. Justiniano no debía cegar lo que había antes de él, ni era recomendable saltar los tiempos intermedios en busca de los juristas clásicos y de sus obras, sino que había que redescubrir todo un mundo en esa tierra indómita situada entre el siglo III (el del epiclasicismo, donde descuellan los últimos grandes jurisconsultos) y el siglo VI (con el proceso compilador bizantino a pleno rendimiento).
2No sorprende que, por los motivos aducidos (pureza, perfección, paradigma, claridad), el arquetipo a estudiar fuese el Derecho romano clásico, el cual es conocido solamente a partir de esa refacción del ideario antiguo militante que se opera en el Bizancio del emperador Justiniano por obra y gracia de los juristas que integraban su scriptorium, lo cual dio pie a muchas intermediaciones que han constituido la esencia de la labor del romanista durante mucho tiempo. Esa “caza de la interpolación” tenía como punto de llegada la compilación justinianea a los efectos de reconstruir el periplo de algún fragmento jurisprudencial y de trasladarlo a sus orígenes clásicos o epiclásicos para poder contemplar, en perspectiva amplia, su origen y las modificaciones que sobre el mismo habían operado, así como la genealogía de dichas alteraciones, sus procedencias y sus efectividades. Lo relevante era lo clásico y el reflejo, más o menos exacto, de ese modo de construir el Derecho que se plasmaba en la obra de los juristas bizantinos. Bajo esa acción detectivesca de la pureza primigenia de las fuentes, se escondía una cierta y peligrosa hipervaloración del Derecho romano clásico, el único relevante, el de mejor calidad, factura y presentación, el más importante, el más perfecto, llevado y traído hasta el paroxismo y la exageración, y, en consecuencia, se generaba un correlativo desprecio hacia los tiempos intermedios por corruptores y vulgarizadores, por su manifiesta incapacidad para alcanzar ese canon jurídico ideal, esa perfección, e incluso por su manifiesta incapacidad para comprender lo que allí se había estado formulando desde el punto de vista del Derecho. Ese Derecho Clásico y, junto con él, los libros de Justiniano que trataban de aprehenderlo, recuperarlo y reformularlo, conformaban un patrón de calidad al que se tenían que plegar todas las demás fuentes para verificar o no su pureza, como si de un análisis químico se tratase. Por este motivo, las fuentes de la época postclásica se sometieron a una crítica demoledora y peyorativa, olvidando que el Derecho ha de ser algo siempre al servicio de la sociedad, nunca al revés, y adaptarse, por ende, a las exigencias y demandas que esa sociedad plantea. No fue aquél, el postclásico, un Derecho mejor, ni peor que el clásico o que el justinianeo, sino un Derecho distinto, diferente, adaptado a o mimetizado con la realidad que tuvo que regular, imperfecto y lleno de corrupciones y contradicciones, técnicamente defectuoso u olvidadizo respecto a las celebradas construcciones clásicas, acaso porque no precisaba de ellas, porque no las demandaba, ni las necesitaba, un Derecho que se enfrentó a un Imperio en descomposición desde la óptica política, culturalmente pobre, socialmente polarizado y económicamente rural o en trance de ruralización, respecto del cual no valían sutilezas, interpretaciones y exégesis arriesgadas, sino solamente poner en marcha de modo urgente una función ordenadora sin florituras, adornos o artificios, una fuerza coactiva directa e instantánea, conducida por esos propósitos superiores. Y salió bastante bien parado del envite. El pragmatismo, el naturalismo, la simplificación y/o sencillez, la confusión de nociones próximas ya inoperantes, imposibles de recuperar o inútiles de todo punto por incomprensibles o inaplicables, la necesidad de servir a su tiempo concreto, entre otros factores, definen ese momento agónico y su correspondiente Derecho, paradójicamente lleno de vida, de fuerza, de impulso, porque a esa misma vida atendía y esa misma vida lo reclamaba para sí.
3Lo relevante es examinar el Derecho no tanto en función de su vigor o de su poder transformador, no a la luz de su elegancia y estilo simplemente, sino, sobre todo, a la luz de su real efectividad, a la luz de los servicios desempeñados. Y es indudable que ese Derecho postclásico era efectivo, sumamente efectivo, aun a cuenta de ir desprendiéndose de todo el caudal conceptual de los tiempos clásicos hasta dejar a ese Derecho Romano en los huesos, descarnado, puro, sin complementos o aditamentos superfluos, que para nada servían en esos tiempos convulsos donde lo que primaba eran otros factores o componentes. Si se me permite el símil, es una realidad, ésta del Imperio decadente, muy parecida a la que se vivirá en los primeros siglos medievales, desaparecido el mundo romano: una época reicentrista, dominada por las cosas y por la dictadura que las mismas imponen, teñida de un marcado naturalismo, donde la tierra, la familia y el tiempo definen el epicentro jurídico de esta civilización, sus cambios y sus movimientos, con un poder público muy debilitado y apenas compareciente, con escasa formación teórica (sin escuelas, sin maestros, sin estudiantes), singularizada por la ausencia de un auténtico interés de cara a elaborar teorías, sistemas y dogmas, y con un marcado componente práctico que encumbra a jueces y, sobre todo, a notarios como juristas prototípicos. De un modo similar, imaginamos y recreamos la época postclásica.
4El CTh. vive, pues, entre dos aguas, sin formar parte de ninguna de ellas, sin sumergirse de lleno ni en el tiempo clásico previo, ni en el clasicista posterior (en cierta forma, aproximación artificial y forzada al universo del clasicismo primero y militante, sin llegar a alcanzarlo más que en contadas ocasiones: los tiempos eran evidentemente otros distintos). Ni es texto clásico, ni es recuperación de ese clasicismo bajo ropajes bizantinos como harán los Tribonianos y compañía. Antes bien, al contrario, aparece como la certificación del vulgarismo y del Derecho postclásico, colocándose en las antípodas de ambas corrientes citadas en primer lugar. No es clásico, ni clasicista, ni puede serlo de ninguna de las maneras. Se distancia del mundo clásico por la emergencia imparable del emperador como máquina jurídica por excelencia, que actúa, dispone, ordena, prohíbe, avoca o sentencia, bien mediante normas generales, bien mediante rescriptos llamados a trascender los casos concretos que los motivaron en un primer momento: la República era ya un recuerdo muy lejano y sus instituciones eran la encarnación de la inoperatividad, conservadas por respeto reverencial a la tradición, pero poco más, sin depositar la más mínima confianza en todas y cada una de ellas. Un emperador que comprende por vez primera la urgencia de compilar en un solo volumen (codex) toda la producción normativa de sus antepasados y la suya propia, de ordenarla, de extractarla y de resumirla, y, por fin, de darle una forma sencilla de presentación editorial para asegurar su publicidad, su difusión y su conocimiento en aras de la mayor de las seguridades y de la eliminación de los riesgos que implicaban alteraciones, manipulaciones o falsificaciones, tanto del Derecho imperial como del Derecho jurisprudencial que el emperador debía proteger como parte de un legado en el que él mismo quedaba integrado. Externamente, cambiaba el orden jurídico por cuanto que cambiaba la forma de generarlo, protegerlo, asegurarlo y renovarlo. Pero asimismo lo hacía su mundo interior. El Derecho postclásico se alejaba también de los cánones imperantes, del mundo dogmático tan sólidamente trazado con anterioridad, porque la experiencia jurídica antigua era incapaz de amoldarse a la nueva sociedad (un Derecho esencialmente urbano no cabe en una sociedad rural, que vive por y para la tierra, por lo que ha de adaptarse a lo que ésta reclama). Refleja o quiere reflejar una nueva sociedad para la que ya no vale en líneas generales el orden jurídico anterior. Y ello lleva a un esfuerzo adaptativo, a una ductilidad o maleabilidad de las viejas instituciones al servicio de los nuevos tiempos.
5El CTh. se exilia de los territorios dominados por lo clásico, queda lejos de esa primera loable valoración que alcanza a Justiniano como arquetipo del saber jurídico bien construido, bien trabado y bien fundamentado. Es otro mundo. Por eso, apenas ha sido estudiado y apenas ha sido tratado si lo comparamos con el Código justinianeo o las demás partes de la compilación, pese a que su relevancia histórico-jurídica es indiscutible y su peso específico también. No debemos olvidar que el CTh. fue la primera compilación oficial que se elabora en tiempos romanos, con el esfuerzo, el trabajo y la planificación que todo esto comportaba, noticias éstas que solamente poseemos de modo indirecto. Se ignora, de una manera detallada y global, quiénes cumplieron el cometido imperial, sus nombres y profesiones, sus formaciones específicas, quiénes integraron las correspondientes comisiones (si teóricos o prácticos), sus procedencias, qué sistemática emplearon para trabajar, qué criterios les guiaron, qué materiales previos usaron como sustento de su compleja labor y cómo operaron sobre todos estos. Asimismo es un texto que ha tenido muchos más problemas de transmisión y de traslación que los pocos clásicos que se han conservado o que los bizantinos posteriores, comenzando por el hecho definitivo de que no se posee la versión original íntegra del mismo y esta ausencia es un hándicap inmenso de cara a alentar el trabajo serio de investigación porque éste debe ir precedido siempre de una previa refacción de estructuras y de contenidos. Estudiar el CTh. implica, en primer lugar, proceder a su reconstrucción porque aquél como tal no existe. Hecho lo cual y más adelante, adentrarse en el CTh. supone caminar por una senda de inseguridades e incertidumbres debido a que se carece de una sólida base de partida como es el texto primero fundacional de ese Código, su primer testimonio escrito. La Historia del CTh. es, en suma, no la simple Historia de un texto, sino la Historia de muchos textos donde aquél se reflejó y que coadyuvan a su reconstrucción a posteriori. Conocer el CTh. implica un esfuerzo supremo máximo de perfiles filológicos e históricos, no solamente jurídicos, que no conoce de nacionalidades, sino que lleva a indagar dentro de la tradición jurídica europea occidental en todas sus dimensiones y en todas sus extensiones, sin pararse en la Edad Media, sino continuando el viaje intelectual hasta los tiempos del Humanismo jurídico y de la misma Escuela Histórica. Apartado de las cuestiones siempre problemáticas de la vigencia, en la Edad Moderna el CTh. se convirtió en objeto de estudio histórico de forma pura, sin preocuparse por otras implicaciones referidas a un usus modernus que no le afectaba para nada. Era un texto histórico y, como tal, debía ser tratado, leído e interpretado. Esa condición lo liberó de muchas ataduras que atenazaron a la compilación justinianea, por cuanto que para él las implicaciones prácticas eran inexistentes, primero, por el tiempo transcurrido, y, seguidamente, por su relación genética con códigos posteriores que habían operado sobre el mismo con una inequívoca fuerza abrogatoria. Pero en su haber y no obstante lo anterior, se debe hacer constar su papel decisivo de cara a la forja de una tradición romana propia, divulgada en el Occidente hasta el siglo XII aproximadamente, es decir, de haber sido capaz de configurar una suerte de Derecho Común europeo antes de la eclosión triunfante del Ius Commune más famoso, el romano-justinianeo, reinterpretado por los juristas boloñeses y acompañado del Derecho Canónico. Edificó así una primera comunidad jurídica europea que tuvo su epicentro a caballo entre la zona sur de Francia y la zona norte de Italia, quizás el espacio de mayor actividad cultural de los siglos centrales del Medievo (y la abundante tradición literaria manuscrita de allí procedente así lo prueba). Al universo justinianeo, fácilmente rastreable desde esa centuria medieval en toda Europa prácticamente sin excepciones, le antecede ese Derecho romano de raíz teodosiana que tiene en las fuentes bárbaras o germánicas reflejos exactos o poco alterados de su inicial formulación y también de su posterior desarrollo a la luz de las evoluciones políticas y jurídicas de esos reinos que ocuparon el solar del Imperio de Occidente (francos y visigodos, sobre todo).
6Por ser texto pionero en el modelo codificador como compilación, por ser expresión de una nueva forma de entender, crear y formular el Derecho (en suma, de una nueva experiencia jurídica), y por ser antecedente de la magna obra de Justiniano (de la que se nutre en buena medida, sobre todo, el Codex), es por lo que se merece su estudio y su reconstrucción, para todo lo cual deviene indispensable un conocimiento del mismo como texto o, mejor dicho, como textos, tal y como hemos indicado arriba. No es único aquél; son muchos y con recorridos diversos. A ello se consagra la presente monografía, obra de uno de los mejores romanistas del panorama europeo, cultivador de un estilo de trabajo minucioso, puntillista, detallado, lleno de rigor, de sacrificio y de esfuerzo, y también de valentía, la que supone trazar la compleja Historia del CTh., de su citado texto, a partir de los múltiples textos que hablan del mismo y donde aquél está presente y se reconoce. Prueba de esta afirmación combinada (lo dificultoso y arduo del trabajo, pero también la perfecta resolución del mismo por la mano experta del Prof. Coma Fort) es, por ejemplo, el elenco de abreviaturas (Explicatio Signorum, pp. 19-23), la detallada mención a manuscritos, libros, ediciones, autores, personajes y tópicos (los índices recogidos en pp. 469-474, 475-485 y 486-489, respectivamente), o la completa bibliografía (pp. 491-536, diferenciando entre bibliografía anterior a 1800, posterior a ese año, repertorios bibliográficos y catálogos, y páginas on-line consultadas, signo éste de los tiempos que nos tocan vivir, a pesar de las contundentes y drásticas palabras del propio A., en p. 16), así como los agradecimientos a varios archivos y bibliotecas (en la preliminar Advertencia, pp. 16-17: Biblioteca Apostólica Vaticana, Biblioteca Ambrosiana, las de Zurich, Basilea y Berna, Biblioteca Nacional de Francia, Interuniversitaria de Montpellier, las de Berlin, Giessen, Munich y un largo etcétera), que ponen de manifiesto el ímprobo trabajo realizado y el uso directo de todos los textos, manuscritos o editados, que se utilizan en el trabajo, cosa que no es baladí, sino que revela un profundo conocimiento de la materia, un acercamiento cabal y completo al universo del teodosiano, y un rigor rayano en la obsesión a la hora de exponer la materia objeto del trabajo. El argumento principal era, lo hemos dicho previamente, trazar la Historia del CTh., la Historia de un texto que se compone de muchos textos, poliédrico por tanto, con muchas fuentes y vetas que investigar, para lo cual se comienza con una breve introducción que es una suerte de status quaestionis de nuestros conocimientos hodiernos acerca del Código, de su Historia, de su formación y primeras vicisitudes, tanto en Oriente como en Occidente (Introducción, pp. 25ss.). No faltan indicaciones a la contraposición entre leges y iura, típica del momento postclásico, a los precedentes Códigos particulares, centrados en los rescriptos imperiales (Hermogeniano y Gregoriano), a la diversa literatura de la época, variada y heterogénea que empleaba materiales de todo signo y origen, y a las disposiciones sobre el empleo de las obras jurisprudenciales, culminadas con la famosa Ley de Citas en el año 426. Se ofrece un fresco sobre la cultura jurídica de ese siglo V y de los problemas de circulación y difusión del material jurídico, no obstante los esfuerzos de los emperadores para asegurar el conocimiento uniforme e inmaculado de sus constituciones y para dotar de un mínimo de veracidad a las apócrifas obras de juristas, conocidos o anónimos, que por todo el Imperio circulaban. Un primer estudio en profundidad de las fuentes tiene por objeto las Constitutiones Sirmondianas por ser el texto que contiene los estratos más antiguos vinculados a esa primera codificación imperial e incluso con referencias a posibles textos preteodosianos (pp. 27-36), para seguir luego con la difusión del CTh. y el inicio de las diversas rutas conducentes a esa reconstrucción (fundamentalmente: manuscritos del CTh., manuscritos del Breviario de Alarico, Apéndices al Breviario y Código de Justiniano, con stemma sugerido en p. 41).
7Ahí están las fuentes propuestas o, dicho de otro modo, ahí está todo el CTh. que hay que proceder a reconstituir a partir de esa herencia literaria plural, heterogénea, sumamente compleja, distinta, difícil de rastrear y mucho más difícil de rehacer y ensamblar. Desde ese preciso instante, comienza un erudito recorrido que nos lleva por las diferentes tradiciones manuscritas y editoriales, de las que se dan todo tipo de indicaciones en cuanto a ubicación, datación, elementos históricos, procedencias, vicisitudes, transmisiones intermedias, descripciones y contenidos, estados de conservación (si se conservan, lo que no acontece en todos los casos), posibles procesos de formación, curiosidades de la traslación, hipótesis sobre su formación y difusión, trabajos intermedios de otros estudiosos, apógrafos, copias, versiones, etc.: así van apareciendo los códices del CTh. genuino (Cap. I, pp. 43ss.), con sus enmiendas y escolios; los extractos del CTh. genuino conservados al margen de la tradición alariciana (Cap. II, pp. 101 ss.), donde descuellan y sobresalen las interpretationes del Breviario, las novelas posteodosianas, la legislación de pueblos bárbaros, compilaciones eclesiásticas y otros escritos menores y no necesariamente jurídicos; los manuscritos del Breviario original (Cap. III, pp. 113 ss.), con idéntica presentación detallada, tal y como acontecía con el CTh. originario, más minuciosos porque son manuscritos que presentaban un contenido rico y para nada uniforme, los cuales nos sumergen de lleno en los primeros tiempos medievales y en la compleja vida cultural de esos momentos; los fragmentos del CTh. original integrados o insertados en códices del Breviario (Cap. IV, pp. 217 ss.), añadidos al final del corpus alariciano bajo la forma de Apéndices, textos de una enorme complejidad en cuanto a delimitación de genealogías, o bien recogidos en el mismo texto principal visigodo; las copias reducidas o minimizadas delBreviario y las copias sin determinar (Cap. V, pp. 253 ss.), donde comparecen los códices recortados, los epítomes, la Lex Romana Curiensis, Utinensis o Epitome S. Galli, los extractos del Breviario dispersos en libros y manuscritos de toda categoría (escritos visigodos y francos, fórmulas merovingias y carolingias, capitulares de los reyes francos, textos canónicos, pasajes de Ivo de Chartres, Hincmar de Reims, Decreto de Graciano, Summa Parisina o Azzo de Bologna), así como los códices perdidos (pp. 352 ss.). Todos los manuscritos están aquí contenidos y extractados, perfectamente identificados y revisados, de un modo exhaustivo y crítico. Hacen su aparición los grandes estudiosos (Hänel y Mommsen, sobre todo), pero el Prof. Coma Fort no se arredra ante ellos e impugna algunas consideraciones, lanza hipótesis, refuta pareceres de ahora o de otros tiempos, discute, interroga, debate con los gigantes, adopta la mentalidad de la época cuando es preciso para captar la esencia del texto en cada momento histórico (así, cfr. el ilustrativo pasaje sobre la idea del CTh. en los círculos académicos humanistas de Basilea en tiempos del Renacimiento, pp. 209 ss.). Tras los manuscritos, llega el turno a la imprenta, y así a la enumeración y descripción de las principales ediciones impresas del CTh. (Cap. VI, pp. 363 ss.), desde la primera de Aegidius o P. Gillis, en 1517, hasta la de Krüger de 1925-1926, pasando por las celebérrimas de J. Sichart (1528), Jean Du Tillet (1550), J. Cujacio (1566), las de 1586, o el Comentario de J. Godefroy, para llegar, ya en tiempos contemporáneos, a las de J. L. W. Beck (1815), Hänel (1837-1842), Baudi di Vesme (1839-1841) y Th. Mommsen (1905), todas ellas analizadas al mínimo detalle en cuanto a las fuentes manuscritas empleadas, al modo de trabajo de sus responsables, a los materiales recibidos y ordenados, y también a su Historia interna, en muchos casos, a esa infrahistoria, con ricas y abundantes curiosidades y anécdotas.
8Una obra que es compendio de otras obras, que es compilación e integración de la rica vida de un texto antiguo que deviene medieval y que se convierte en elemento filológico clave y en pieza histórica indiscutible en siglos posteriores. Ésa es su utilidad más evidente, además de la seriedad y del rigor con que se ha escrito. La seriedad y el rigor que estriban en una simple cuestión: que se agota el CTh., que se exprime éste hasta llevarlo a sus orígenes, que rastrea todos ellos y que los reconstruye, con aportaciones ajenas, pero también con pareceres propios. El CTh. comparece aquí contenido en su texto o en sus variados textos, y desde ahí se puede proceder a su estudio detallado y cumplido, trazando su periplo vital en tiempos romanos (cuando se presume que subsiste íntegramente), en tiempos visigodos (cuando se cercena y se prescinde de alguno de sus elementos) y luego ya en tiempos medievales (donde se convierte en una suerte de filón jurídico al que echar mano para combinarlo con otras fuentes heteróclitas, invocando la autoridad y el prestigio ligados a su venerable nombre). Más adelante, se recuperará su pureza primigenia y el elemento jurídico dejará paso a la Historia y a la Filología. Una obra digna de la tradición germánica, que recuerda o evoca viejos tiempos, los de aquellos Monumenta que fueron objeto de admiración y de envidia en el siglo XIX desde nuestra patria y desde otros lugares, una tradición de la que da buena cuenta la propia dedicatoria, en alemán, al Prof. Pérez-Prendes, en cierta forma, último heredero en nuestro país de un modo de hacer Historia del Derecho que bebía de los estilos teutones y que, por desgracia, no tiene serios continuadores dentro de esa especialidad. Ha sido un excelente romanista, y no por casualidad, el que ha tenido que venir a recordarlo y a auxiliarnos. Seguimos siendo, historiadores, canonistas, romanistas, juristas todos en general, exégetas de textos, lectores de los mismos, tímidos captadores de viejas mentalidades y esencias de otros tiempos lejanos y extraños, ya escritas, ya no. Porque eso es, a fin de cuentas, el Derecho, ahora y siempre: textos de intensidad obligatoria variable, dispuestos a ser leídos y releídos, pero textos que, antes de nada, necesitan ser reconstruidos y deben serlo del modo magistral y ejemplar como se hace en esta obra, indispensable ya, por los motivos expuestos, para acercarse a ese mundo jurídico postclásico que tuvo que ser, a la fuerza, vulgar en el buen sentido de la palabra, es decir, apegado a la realidad como fiel servidor de la misma. Un trabajo digno de un orfebre del silencio, como ya fuera calificado su A. hace años. Y como orfebre, capaz de elaborar una obra de arte, un pequeño tesoro de múltiples brillos y matices, como los que proporciona este libro.