Zeitschrift Debatten Rechtliche Kategorien und Identität in Lateinamerika

Fidel Tubino*

La interculturalidad crítica latinoamericana como proyecto de justicia1

Introducción

1Nuestros países, más allá de sus diferencias socioculturales, comparten una injusticia histórica. Nuestros Estados nacionales postcoloniales no son ajenos a su reproducción. Son por el contrario actores responsables. Dicha injusticia histórica se expresa de manera privilegiada en la exclusión sistemática de las personas que pertenecen a nuestros pueblos indígenas de la posibilidad de ejercer sus derechos, más allá de su reconocimiento jurídico. Esta injusticia es estructural y estructurante de nuestra convivencia. La torna tóxica. Erradicarla es un asunto complejo. En primer lugar, porque se usa el mestizaje como ideología para ocultarla. Y en segundo lugar porque aceptarla en su verdadera dimensión genera hondas resistencias. Se trata de una injusticia que posee diversos rostros y que tiene una génesis histórica que transita a lo largo de la época republicana y que se remonta a la Colonia. Comprenderla es vital y necesario para para entender la profundidad y complejidad de la conflictividad sociocultural actualmente existente en nuestros países.

2Empezaré proponiendo una mirada histórica que busca remontarse a sus orígenes. Me refiero con ello al trauma de la conquista española y de sus repercusiones en el presente de nuestros países. En segundo lugar, me ubicaré en el presente e intentaré hacer un análisis de las principales respuestas que nuestros Estados nacionales están dando a dicha problemática. Finalmente, en tercer y cuarto lugar, propondré algunos referentes de reflexión y debate que contribuyan a esclarecer tanto los aportes y los límites de las políticas interculturales de reconocimiento que se están implementando, como de las propuestas alternativas que podemos juntos intentar realizar.

1. La interculturalidad de hecho: una mirada histórica

3Las relaciones interculturales en espacios postcoloniales como los nuestros se configuran a partir de “construcciones de alteridad que se han arraigado en nuestras sociedades y que se viven como trauma”.2 Trauma es una palabra que “viene del griego (“trauma”), y deriva de “titrosko” que significa perforar. Designa una “herida con efracción (ruptura) producida por un choque violento” o una “violencia externa”. En esta línea, la expresión “traumatismo” alude a las consecuencias del trauma sobre el conjunto del organismo.3

4Nathan Wachtel, en un estudio clásico titulado “Los vencidos. Los indios del Perú frente a la Conquista española (1530-1570)”, postula que la llamada “Conquista” fue un acontecimiento histórico de una violencia social y simbólica sin precedentes. “Piénsese, —nos dice— en efecto, en el simple alcance de las cifras: si la población del Imperio Inca era aproximadamente de ocho millones de habitantes hacia 1530, antes de la Conquista, y si ella queda reducida a 1.3 millones hacia 1590, se comprende que este descenso de más del 80 % haya desorganizado completamente los cuadros tradicionales de la sociedad […]. La desintegración social resulta, en primer término, de la catástrofe demográfica”.4

5Se puede por ello afirmar que la llamada invasión o conquista —la denominación depende del lugar de enunciación desde el que se la mire— constituyó un “trauma” histórico que actúa aún en el presente de formas diversas. En otras palabras, fue un acontecimiento vivido como una herida violenta producida por agentes externos que generó un traumatismo, es decir, una desestructuración de la totalidad del tejido social. “El traumatismo de la conquista —nos dice Wachtel— se define por una especie de “desposesión”, un “hundimiento del universo tradicional”.5 “Saqueos, masacres, incendios, (constituyen) la experiencia del fin de un mundo […]. Pero se trata de un fin sangriento, de un mundo asesinado”.6

6Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias de 1552 afirma de manera descarnada que la llamada Conquista no fue un encuentro de dos mundos, sino obra de “tiranías” (cristianas) sanguinarias que “dos maneras han tenido […] en extirpar y raer de la faz de la tierra a aquellas miserandas naciones. La una, por injustas, crueles, sangrientas y tiránicas guerras. La otra […] oprimiéndolos con la más dura, horrible y áspera servidumbre en que jamás hombres y bestias pudieron ser puestas”.7

7La hipótesis que me guía en el presente trabajo es que las fracturas identitarias que se originaron en la Colonia persisten8 y que las estructuras simbólicas de poder que se instalaron entre la llamada “república de indios y la república de españoles” actúan en el presente reelaboradas a través de la República . Dichas fisuras y jerarquías hacen posible que en la actualidad otras formas de colonialidad se instalen entre las personas “marcadas” socialmente por su pertenencia a la cultura hegemónica y las personas marcadas por su pertenencia a las culturas injustamente subalternizadas.

8Estas “estructuras simbólicas” están a la base de la violencia epistemológica existente y de las formas perversas de relacionamiento intercultural actualmente persistentes. La violencia epistemológica, como acertadamente señala Raúl Fornet-Betancourt, se caracteriza por “un contexto epistemológico ocupado, invadido, por la cultura científica dominante,9 entendiendo por esta no solamente una constelación abstracta de saberes más o menos relevantes para el ser humano y su estar hoy en el mundo, sino también como un dispositivo de concentración de poder que condiciona e hipoteca la producción misma de conocimiento, así como su transmisión, su administración, su empleo, su organización e institucionalización”.10

9Se trata de formas institucionalizadas de validación y exclusión a priori de, no solo saberes tradicionales no academizados, sino de las personas que los representan y portan. Las universidades latinoamericanas convencionales son una clara expresión de ello.11 Lo dramático de esta violencia epistemológica que se produce especialmente en contextos coloniales y postcoloniales es que , en muchos casos, los portadores de dichos saberes estigmatizados terminan convirtiéndose en cómplices de la misma.

10Esto quiere decir que la violencia epistemológica conlleva la exclusión de aquellos saberes estigmatizados de los circuitos institucionales de transmisión y producción de conocimientos,

11Estas formas perversas de relacionamiento social se estructuran a partir de estereotipos estigmatizadores y de modelos de jerarquización de las personas interiorizados subjetivamente de manera involuntaria y no deliberada en los procesos de socialización primaria y secundaria. Son como patrones de comportamiento que actúan de manera no consciente en las relaciones intersubjetivas. Desde dichos modelos de comportamiento, “[…] las diferencias sociales y culturales […] se convierten en sistemas de clasificación social (jerarquizadas) que permiten, efectivamente, construir identidades, pero a la vez diferencias que son usadas para ejercer el poder”.12

12En otras palabras, las diferencias socioculturales actúan en nuestras sociedades como como “marcas” a partir de las cuales se establecen inequidades y asimetrías como si fueran naturales. Los modelos de alteridad así constituidos son perversos por dos razones. Primero, porque legitiman las jerarquías sociales históricamente construidas como si fueran innatas y, segundo, porque estigmatizan a las personas y, al hacerlo, impiden que podamos vernos como personas y construir un proyecto concertado de convivencia dignificante.

13Las relaciones interculturales de hecho suelen ser ambivalentes, ambiguas y complejas. Ambivalentes porque en muchos casos —no siempre— son relaciones de amor – odio. Y son complejas porque suelen no ser o liberadoras u opresoras.

14Xavier Albó hace una diferencia analítica muy didáctica entre las relaciones interculturales de carácter negativo y las relaciones interculturales de carácter positivo, sabiendo que en la vida cotidiana suele haber una combinación de ambas“.13

15Las relaciones de “interculturalidad negativa” son relaciones de menosprecio intercultural que dañan la vida y la dignidad de las personas. Tienen —nos dice— “cierta gradación y que van desde relaciones que llevan a la destrucción de una de las partes (etnocidios), relaciones que llevan a la disminución de una de las partes (opresión y sometimiento), y relaciones de distanciamiento (indiferencia)”.14 Las relaciones de interculturalidad positiva son relaciones que se basan en el respeto a la dignidad del otro. Y van desde la “simple tolerancia” a las relaciones de “mutuo entendimiento e intercambio”, es decir, de diálogo e inter aprendizaje. O, para decirlo en clave filosófica, de “fusión de horizontes”.15 Este concepto gademeriano me ha permitido entender que el “diálogo” intercultural es una experiencia hermenéutica privilegiada, no para buscar o generar consensos, sino ampliar los horizontes de comprensión. Visto así, se puede comprender por qué razón el diálogo intercultural es la condición de posibilidad de la “deliberación política “en contextos de diversidad cultural.

2. El reconocimiento como necesidad y derecho

16Tanto el reconocimiento como la falta de reconocimiento influyen de modo determinante en la formación de las identidades de las personas. O, dicho en otras palabras, en la manera como las personas se relacionan consigo mismas. Presupone una apertura emocional que permite conectarnos, descubrir y valorar al otro en su identidad.

17 El concepto de identidad —nos dice Paul Ricoeur— puede entenderse de dos maneras: como ipseidad o como mismidad. La identidad como ipseidad, como el “sí mismo”, es decir, el self , es de naturaleza lingüística. Es, en otras palabras, la o las narrativas que las personas o los grupos socioculturales construyen sobre sí mismos. Somos, paradójicamente, al mismo tiempo los personajes centrales de nuestros relatos identitarios y los coautores de nuestras identidades narrativas. Dichas narrativas son expresión privilegiada de la manera como nos relacionamos con nosotros mismos, es decir, de la manera como nos tratamos y sentimos a nosotros mismos. La identidad de una persona no es una sustancia, una esencia permanente: es una narración intersubjetivamente construida abierta al cambio.

18Es en este sentido que Paul Ricoeur habla de la identidad narrativa, tanto a nivel individual como a nivel grupal:

19[…] La noción de identidad narrativa muestra su fecundidad en la medida en que se puede aplicar tanto a la comunidad como al individuo. Se puede hablar de la ipseidad de una comunidad, así como se puede hablar de la ipseidad de un sujeto: identidad y comunidad constituyen su identidad a través de aquellos relatos que devienen historia efectiva tanto para uno como para la otra (1985, p. 356).

20Desde esta perspectiva, creo que es válido sostener que la identidad narrativa de una persona o de un grupo es expresión de la autorrelación práctica que el sujeto —individual o colectivo— mantiene consigo mismo. Y que dicha autorrelación se construye a partir de la memoria del pasado vivido y de la naturaleza de las relaciones que el sujeto —individual o colectivo— mantiene con los otros en el presente.

21Esta se forma ”[…] primero, en la esfera íntima, donde comprendemos que la formación de la identidad y del yo tiene lugar en un diálogo sostenido y en pugna con los otros significantes…. Y luego “en la esfera pública”” (Taylor, 1993, p. 59).

22Más que de “la” esfera pública creo que es más pertinente hablar de los espacios públicos políticos hegemónicos y contra hegemónicos. En estos se debate y delibera en clave básicamente logocéntrica. Como si no existieran a priori otras formas culturalmente diferenciadas y legítimas de deliberación pública.

23La imposición cultural se suele soslayar en los espacios deliberativos democráticos. Así, parece natural que esta debe realizarse en la lengua y en las categorías propias de la cultura hegemónica. Esto hace de los espacios de deliberación existentes, espacios de asimilación cultural, no de diálogo intercultural. Para que haya “interacción transcultural” en la argumentación pública es importante desde un inicio que tanto la agenda como los procedimientos sean ”pactados”, no impuestos.

24Desde esta perspectiva, la tarea central de las democracias multiculturales realmente existentes es construir espacios deliberativos inclusivos de la diversidad. Pues las esferas públicas reales se encuentran habitualmente colonizadas tanto por la cultura y la lengua hegemónica como por la lógica del mercado. La existencia de mecanismos institucionalizados de exclusión sistemática de los grupos identitarios vulnerables de la deliberación pública es un problema central de la democracia.

25Para desmontar dichos mecanismos, se ha creado —en teoría— las llamadas políticas de reconocimiento. Estas se justifican solo si son capaces de generar mayor equidad de oportunidades para incluir en la comunidad política a los grupos identitarios injustamente excluidos del ejercicio de la ciudadanía.

26Los seres humanos necesitamos del reconocimiento para poder realizar nuestras potencialidades específicas. Y tener la oportunidad de realizarse dignamente no es algo aleatorio. Es un derecho humano que debe ser respetado incondicionalmente.

27Sin embargo, en nuestras sociedades postcoloniales existen resistencias actitudinales y obstáculos institucionales que excluyen a las personas por razones culturales de ejercer el derecho a la realización humana de manera digna. Deconstruir dichos obstáculos es la tarea de las políticas públicas de reconocimiento.

28En América Latina las políticas multiculturales de reconocimiento de origen anglosajón no han tenido acogida por razones discutibles, en las que no nos detendremos en esta oportunidad. Las políticas de reconocimiento que han florecido en nuestro continente suelen ser las llamadas políticas públicas interculturales.

3. - El interculturalismo como proyecto funcional

29La interculturalidad como deber ser o, mejor dicho, como proyecto, puede ser crítica o funcional (Tubino, 2010). Las políticas públicas de interculturalidad funcional —propias de nuestros Estados nacionales— son profundamente contradictorias.

30En teoría, se justifican porque se supone que contribuyen a superar la injusticia cultural vigente. Pero, sin embargo, en los hechos se limitan a la revitalización cultural y lingüística de los pueblos indígenas y a la promoción de campañas de sensibilización contra la discriminación y el racismo estructuralmente existente.

31Es una injusticia cultural que en nuestras sociedades existan obstáculos institucionales objetivos y predisposiciones actitudinales subjetivas generalizadas que impidan que una persona, por razones culturales, pueda acceder en equidad de oportunidades al mundo laboral. En nuestras sociedades postcoloniales, la exclusión de los pueblos indígenas de la ciudadanía requiere de políticas de Estado transformativas, potentes y de largo plazo. Sin embargo, las políticas interculturales de nuestros Estados monoculturales suelen ser periféricas, tangenciales, no troncales. Así, por ejemplo, en mi país, la Educación intercultural bilingüe es una modalidad paralela a la Educación Básica Regular y se encuentra orientada básicamente hacia los pueblos indígenas en áreas rurales. Como si los grandes flujos migratorios del campo a la ciudad no hubieran hecho de las grandes ciudades espacios privilegiados de encuentros y desencuentros interculturales de envergadura. Por otro lado, son políticas que antes que interculturales son bilingües. Se concentran en la enseñanza de la lecto-escritura de la lengua materna en el nivel primario. El sesgo lingüístico sigue siendo muy fuerte. Y si bien en teoría promueven el modelo de mantenimiento, en la práctica se limitan a aplicar el modelo de transición.

32Los esfuerzos por introducir el enfoque intercultural en la educación en ciudadanía en la educación básica regular continúan encontrando fuertes resistencias. A pesar de ello, hay pequeños avances que, si bien no llegan a ser significativos, considero importante potenciar. En este sentido se ha creado el programa de “Educación intercultural para todos”. Su impacto en el presente es mínimo. Interculturalizar la educación básica regular, es decir, la que reciben la mayoría de ciudadanos y ciudadanas, es una tarea pendiente.

33Creo que, en los Estados monocultulturales, las políticas interculturales son, en el mejor de los casos, toleradas. Disponen de magros recursos y su capacidad de impacto es deliberadamente limitada. Por ello, se tornan funcionales a la reproducción del modelo societal vigente. No tienen capacidad de alterarlo sustancialmente. No contribuyen a desmontar las “construcciones de alteridad que se han arraigado en nuestras sociedades”16 que impiden que nos reconozcamos más allá de los estereotipos y estigmas que nos enfrentan.

34Son políticas funcionales porque son acríticos y oxigenan el modelo societal vigente. No visibilizan ni contribuyen a deconstruir los estigmas sociales a partir de los cuales se estructuran las formas tóxicas de convivencia que nos desrealizan como personas. Son como aquellos tratamientos médicos que atacan los síntomas de la enfermedad sin atacar las causas. Habría que hacer ambos. En clave intercultural diría por eso que las políticas de cuotas de acción afirmativa a corto plazo son válidas si, y solo si, están acompañadas de políticas transformativas a largo plazo.

35En el campo de la salud pública, las políticas interculturales de identidad no se han limitado a la revitalización de la medicina tradicional. Han buscado y buscan generar sinergias entre la medicina alopática y la medicina indígena. El caso del parto vertical y la puesta en funcionamiento de las llamadas “casas de espera” es ilustrativo al respecto. Sin embargo, no se han continuado haciendo avances sobre el tema. La introducción progresiva de la opción del parto vertical en zonas urbanas del país es más resultado de una influencia externa que de una experiencia de aprendizaje intercultural con la medicina tradicional indígena. A pesar del potencial que posee, la promoción de la salud intercultural en un país tan diverso como el Perú sigue siendo marginal.

36Por su parte, en el sector justicia, las políticas de reconocimiento se conocen como programas de justicia intercultural. Bajo esta denominación lo que se busca es, sea el reconocimiento del pluralismo jurídico, el reclamo de jurisdicciones indígenas autónomas y, finalmente, la creación de mecanismos de coordinación entre la administración indígena y estatal de justicia. No obstante, las resistencias institucionales siguen siendo fuertes.

4. La interculturalidad crítica como proyecto de justicia tridimensional

37Frente a las frustraciones que genera el interculturalismo funcional, en América Latina ha surgido una gama muy amplia de cuestionamientos y propuestas que buscan recuperar el potencial crítico de la interculturalidad como proyecto ético-político.

38Así “ […] Mientras que en el interculturalismo funcional se busca promover el diálogo y la tolerancia sin tocar las causas de la asimetría social y cultural hoy vigentes, en el interculturalismo crítico se busca suprimirlas por métodos políticos, no violentos. La asimetría social y la discriminación cultural hacen inviable el diálogo intercultural auténtico. Para hacer real el diálogo hay que empezar por visibilizar las causas del no-diálogo. Y esto pasa necesariamente por un discurso de crítica social”17. Un discurso que no se limite a evidenciar y analizar patologías sociales, sino a proponer alternativas transformativas viables.

39En este sentido es que Catherine Walsh insiste en la importancia de la autoría popular de la crítica en la interculturalidad como propuesta ético-política, pues:

40El enfoque y la práctica que se desprende ¿de? la interculturalidad crítica no es funcional al modelo societal vigente, sino cuestionador serio de ello. Mientras que la interculturalidad funcional asume la diversidad cultural como eje central, apuntalando su reconocimiento e inclusión dentro de la sociedad y el Estado nacionales (uninacionales por práctica y concepción) y dejando por fuera los dispositivos y patrones de poder institucional-estructural —las que mantienen la desigualdad—, la interculturalidad crítica parte del problema de poder, su patrón de racialización y la diferencia (colonial no simplemente cultural) que ha sido construida en función de ello. El interculturalismo funcional responde a y parte de los intereses y necesidades de las instituciones sociales; la interculturalidad crítica, en cambio, es una construcción de y desde la gente que ha sufrido una historia de sometimiento y subalternización (2013, p. 9).

41La interculturalidad crítica es una teoría y una praxis de la ”justicia cultural”. Busca generar acciones destinadas a visibilizar y deconstruir las condiciones del no-diálogo para generar espacios de reconocimiento intercultural tanto a nivel de las relaciones grupales como a nivel de las relaciones intersubjetivas entre personas de distintas procedencias culturales.

42Las injusticias sociales son multidimensionales. La injusticia cultural es una de sus expresiones. Una política intercultural de reconocimiento tiene por esto que hallarse articulada desde el inicio con políticas redistributivas y participativas de carácter transformativo, y no solo afirmativo.

43Deben ser políticas que sean resultado de procesos participativos que involucren a los diversos actores sociales y promuevan el desarrollo de su capacidad de agencia. Estamos, por tanto, hablando de la construcción de acuerdos —no entre élites supuestamente “representativas”— sino de acuerdos de base legitimados social e interculturalmente. Las políticas que son diseñadas por y desde el Estado carecen de legitimidad social y no generan capacidad de agencia. Y, por lo mismo, carecen de garantía de continuidad.

44Las políticas interculturales en América Latina suelen limitarse a ser políticas de identidad. Poseen, por ello, las virtudes y las fragilidades de este tipo de políticas. Dentro de las virtudes destaca el que refuerzan la autoestima cultural de los grupos indígenas injustamente menospreciados y, en consecuencia, contribuyen a que las personas que forman parte de estos colectivos se sientan y sepan dignas de respeto.

45Asimismo, estas políticas contribuyen a fortalecer identidades culturales de resistencia como reacción defensiva frente a la violencia simbólica existente. Genera con frecuencia un auto menosprecio que se expresa en un sentimiento de vergüenza en relación con el propio grupo de pertenencia. Este sentimiento bloquea el desarrollo de capacidades y la realización de las personas. Además, genera obstáculos que impiden que las personas estigmatizadas puedan ejercer sus derechos, incluso aquellos que se encuentran jurídicamente reconocidos.

46Las identidades defensivas de resistencia tienen sus fortalezas y sus fragilidades. Entre sus fortalezas destaca el hecho de que evitan la colonización del imaginario de los excluidos. Las identidades de resistencia evitan que los grupos injustamente subalternizados se autoconciban desde la imagen depreciada que la cultura hegemónica les envía de ellos mismos. Entre sus fragilidades destaca el hecho de que las identidades de resistencia son identidades que tienden a autoafirmarse reificando y negando la otredad. El maniqueísmo étnico es una forma extrema que aísla al movimiento indígena al debilitar su capacidad de generar alianzas interculturales.

47En contextos de violencia cultural, una dosis de autodefensa identitaria es necesaria. El problema surge cuando esta se convierte en un mecanismo de repetición de la negación de la otredad. Pues de esta manera se promueve tanto el encapsulamiento en ”lo propio” y ”la totalización” de la confrontación.

48Por otro lado, las políticas de reconocimiento como identidad al esencializar las identidades culturales invisibilizan las injusticias y las relaciones de poder intracultural que existen entre las élites étnicas y los grupos vulnerables.

49Por ello, pensamos que el interculturalismo como política de identidad debe reexaminarse. No para dejar de lado —como propone Nancy Fraser (2004)— el modelo de la identidad, sino para reformularlo desde el modelo del estatus. La ventaja de este modelo es que nos impide ”reificar las identidades de grupo, pues lo que precisa de reconocimiento no es la identidad específica de grupo, sino el estatus de los individuos en tanto plenos participantes en la interacción social”18.

50Una ventaja importante del modelo del estatus es que ”[…] al centrarse sobre los efectos de las normas institucionalizadas sobre las capacidades de interactuar […] evita hipostasiar la cultura y sustituir la transformación social por la ingeniería identitaria” (2004, p. 5). Es un modelo de origen weberiano que permite evidenciar cómo las reglas de juego establecidas impactan negativamente en el desarrollo de capacidades de las personas injustamente menospreciadas. Nos permite desnaturalizar la injusticia instalada en la sociedad y revelarla como un producto histórico que es posible deconstruir y sustituir.

51El problema de la injusticia cultural no creo que se resuelva reforzando las identidades culturales reactivas. Estas funcionan como ”trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios diferentes u opuestos a los que impregnan las instituciones de la sociedad” (Castells, 2002, p. 30). Sus posibilidades de éxito político son mínimas pues carecen de capacidad de generar alianzas transculturales y proponer soluciones multidimensionales a injusticias multidimensionales. Este tipo de identidades tienden a encapsularse y a no generar vínculos interculturales de reconocimiento recíproco con los sectores libertarios de la sociedad.

52En términos programáticos, pienso que para no fomentar los desaciertos de las políticas de la identidad que se derivan de la cosificación de las culturas, hay que reexaminarlas, no para abandonarlas sino para reformularlas a condición de que:

  • No oculten las relaciones de poder intracultural y terminen favoreciendo a las élites intraculturales,
  • No encapsulen a las personas en sus propias tradiciones. El tradicionalismo es la fosilización de la tradición, pues la congela y la convierte en objeto de veneración y de negación de toda forma posible de desarrollo.
  • No se pierda de vista que el problema de la discriminación sociocultural es de doble vía. Esto quiere decir que así como hay una discriminación activa, también hay una discriminación reactiva que potencia la anterior y así sucesivamente. Y que ambas son parte del problema que hay que visibilizar y deconstruir tanto a nivel teórico como a nivel práctico político.
  • Es preciso insistir una vez más que la discriminación intercultural de doble vía tiene raíces estructurales e históricas en nuestro país, por lo que debe ser abordada con una estrategia que incluya, pero también que rebase, las posibilidades de las políticas de identidad.

53Esta última observación es de particular importancia pues pone el acento en el núcleo de las políticas de identidad. Estas, al fomentar la construcción de esencialismos estratégicos (Guha & Spivak, 1988) propician ”los enclaves de grupo” y el ”monolingüismo autoritario” de las culturas subalternas como reacción al monolingüismo autoritario hegemónico. Esto se puede evidenciar, por ejemplo, cuando uno asiste invitado a una asamblea política de un grupo étnico y esta se desarrolla íntegramente en la lengua propia sin que se haya previsto traductores para aquellos que son invitados y no comprenden la lengua del lugar. El bilingüismo es la alternativa al monolingüismo autoritario, tanto de la cultura hegemónica como de las culturas subalternas.

54El interculturalismo tiene que repensarse más allá del indigenismo ideológico que la confrontación política genera. A esta tarea estamos convocados todos aquellos que de una u otra manera aspiramos a hacer de la convivencia entre diferentes una experiencia dignificante que nos abra a encontrar nuevas formas de habitar la tierra.

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Beitrag vom 27. März 2019
© 2019 fhi
ISSN: 1860-5605
Erstveröffentlichung
27. März 2019

DOI: https://doi.org/10.26032/fhi-2020-12

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