1La verdad es uno de los conceptos más maltratados por la Postmodernidad, la cual oscila o se debate entre una negación de su existencia, de un lado, y un debilitamiento de sus perfiles y efectos, de otro, es decir, entre la frontal oposición a su comparecencia y esencia, como efecto de la tal negación, y la inserción de la misma en el seno de un “pensamiento débil”, que al final ni es pensamiento, ni es nada, de tanta debilidad como acumula, afectando así a la sustancia misma del concepto. Lo anula. Lo erradica. Acaso sean los efectos de esa Modernidad o Postmodernidad absolutamente “líquida” que decía Z. Bauman, donde no hay nada sólido y lo primero que acaba por ser destruido es ese elemento capital para trazar una conexión entre la realidad y nosotros mismos, entra la percepción de los hechos externos y la asimilación de estos por el sujeto pensante y actuante. Entre lo objetivo y lo subjetivo. En el campo del Derecho, el papel de la verdad es determinante. El Derecho se construye como un “deber ser”, es decir, como un conjunto de proposiciones normativas destinadas a proyectarse sobre la realidad (el “ser” realmente existente, lo tangible) con intención de regularla, modularla, cambiarla o dominarla. El mundo exterior a lo jurídico, allí donde comienzan a desarrollar sus efectos las normas, es el mundo real, sobre el que el Derecho trata de proyectar sus deseos de modificación, de cambio o de ordenación y regulación. Por tanto, el mundo jurídico opera sobre el mundo real, sin ser real él mismo. El primero, como ficción, como conjunto de deseos a ejecutar; el segundo, como elemento efectivo y verdadero, sobre el que debe practicarse el primero de ellos, como sustento fáctico y físico de aquello sobre lo que quiere actuar el Derecho. Lo jurídico construye una nueva realidad que trata de conciliarse con la ya dada, con la ya presente. La esencia del Derecho nos llevaría, por tanto, a la edificación de una nueva realidad normativa, sobre el papel, una verdad alternativa a la verdad ya real y consistente, sin ánimo de coexistencia, sino más bien, de reemplazar lo que se conoce por lo todavía no conocido. El Derecho nace como fictio, pero con propósito firme de que eso mismo que dice, que afirma, que contiene, deje de ser algo ficticio o simulado, y se convierta en algo real, tangible, en algo operativo. El “deber ser” está llamado a construir su propio “ser”, a llegar a serlo. Las normas jurídicas, las diversas proposiciones normativas que forman el ordenamiento, se van a ocupar de esta misión, de esta traslación desde el campo de lo posible, de lo ideal, de lo puramente normativo, al campo de lo real, de lo existente, de lo tangible y material. El Derecho, visto así, no es verdadero, si entendemos por verdad lo realmente existente, lo que actúa de forma directa sobre vidas, individuos y propiedades: el Derecho pretende ser verdadero, en tanto en cuanto que real, y quiere conseguirlo, para lo cual se dota de instrumentos, facultades y fuerzas que coadyuvan a este fin concreto. A convertir su perfil ideal en una consistencia real. El Derecho es, sobre todo, diseño de un plan, de un proyecto, trazado, boceto o esbozo de algo nuevo que se quiere imponer, que se quiere hacer realidad fuera, más allá de los círculos normativos, de sus lenguajes propios, de su autorreferencialidad, de su propia esencia puramente etérea. Está llamado, pues, a enfrentarse a esa realidad, a representarla y a hacerla suya para proceder a su transformación.
2Pero además de esta cuestión ontológica, relevante y trascendente porque implica reflexionar sobre la propia esencia de lo jurídico, la verdad está presente en diversos campos de lo que entendemos por Derecho, en el sentido de Ciencia, de conjunto de disciplinas. Acaso el más evidente de esos campos sea el procesal. Si el proceso es la solución heterónoma ideada para resolver los conflictos entre los particulares por medio de la intervención de un tercero imparcial que se coloca por encima de las partes, que ordena las fases de ese procedimiento y que decide de una manera que las partes enfrentadas están obligadas a aceptar, a asimilar, a cumplir, no se debe olvidar que el sustento de toda acción procesal no es otro que la revivificación o reconstrucción de los hechos que han dado lugar a la existencia del conflicto, los hechos que se debaten y para los que se pide una concreta solución jurídica. En este sentido, el proceso tiene un objetivo: averiguar la verdad de todos ellos, sobre todos ellos. Y la sentencia se debe formular a partir de la verdad conocida, recuperada, probada, con la consiguiente aplicación mecánica de un Derecho dado. No es posible una reconstrucción firme y fidedigna de los hechos todos (el pasado está pasado, valga la redundancia, y no se puede recuperar de forma idéntica a su acontecer primero: no cabe una revivificación exacta), pero sí cabe una aproximada que sirva para identificar el conflicto, sus causas, sus efectos y sus posibles formas de reparación. La importancia de la verdad es tan evidente en este campo concreto del mundo jurídico que ha dado lugar a la aparición de un sinónimo de sentencia que alude a este hecho: veredicto, el dictado de lo verídico, de la verdad. Ése es el cometido de la vida procesal. Por esto, los romanos nos habían dicho que la cosa juzgada se tenía por verdad, es decir, que la sentencia firme, inatacable, no recurrida, tiene el mismo valor que si hubiese procedido a una exacta restauración de los hechos a los que ha seguido una correspondiente aplicación del Derecho con efecto sanador y reparador. La sentencia decide el litigio porque le da una solución definitiva y porque esa solución fija de modo estable los hechos, tal y como han sucedido o, mejor dicho, tal y como se ha probado que podrían haber sucedido. Esta verdad incorporada al proceso fue una de las inserciones y reflexiones que la canonística y el Derecho canónico presentaron en tiempos medievales a los efectos de perfeccionar el antiguo proceso cognitorio romano, que tenía algunas de estas ideas en ciernes, y, sobre todo, para superar los procesos diseñados en algunos textos jurídicos de los primeros siglos medievales (tiempos bárbaros, tiempos germánicos, tiempos de vulgarización jurídica y de ausencia de poder político fuerte y centralizado), más preocupados por la resolución rápida de los conflictos que por la atención debida a la verdad material de los hechos acaecidos. Solamente cuando el proceso se perfecciona en el sentido avanzado por el Derecho canónico, con hondas huellas o raíces teológicas, y gracias al avance de la concentración del poder político en manos de las autoridades civiles y eclesiásticas (emperadores, reyes, papas, obispos, etc.), solamente con esa doble confluencia de un objetivo claro y unos medios igualmente evidentes y poderosos, fue posible la conquista de la verdad como central objetivo de toda acción jurisdiccional, esto es, procesal. Si el Derecho es pretensión de verdad, el proceso será el momento en el que lo jurídico se encuentre lo más cerca posible de esa verdad, esto es, de los hechos, esto es, de la realidad a la que lo jurídico debe servir.
3De la verdad se ocupa este volumen de la Profesora Francesca Macino, investigadora de La Sapienza de Roma, que sorprende por la originalidad de su planteamiento, su objeto central y su desarrollo ulterior, donde no vamos a ver ninguna referencia a la vida canónica, sino solamente, como indica el subtítulo de la obra, a la doctrina civilística, entendida en el sentido medieval, como referencia exclusiva a lo que se considera uno de los dos pilares del Derecho Común del Medievo (el Derecho civil o romano), sin que aparezca el otro pilar, el Derecho canónico, donde precisamente la verdad tiene mayor sentido por su proximidad a la Teología y por su brillante incorporación desde estos dominios a los del orden procesal. La autora hace una selección o depuración previa que no se puede considerar completamente acertada, toda vez que, como ya ha indicado, la verdad ocupa un lugar de preeminencia en la vida medieval gracias, sobre todo, a ese recorrido que hace de la mano del pensamiento teológico y del orden jurídico canónico. Los dos Derechos se consideraban como un todo uniforme e intercambiable a lo largo de los tiempos medievales y modernos en que estuvieron juntos, de suerte tal que soluciones de uno pasaban con absoluta naturalidad al otro, y viceversa. No eran mundos aislados, sino perfectamente integrados y compenetrados. Había influencias claras y recíprocas; había una gran interrelación, una evidente interdependencia, por lo que no es de recibo esa suerte de amputación a la que se somete el mundo medieval. No obstante ese silencio, algunas menciones a este tópico canónico en momentos ulteriores, cubriendo así una laguna que, a primera vista, pudiera parecer injustificada o infundada. El texto forma parte de la excelente colección de publicaciones del Dipartimento di Scienze Giuridiche de la citada Universidad romana, aval más que suficiente para que se le preste una atención que ahora arranca con estas líneas que siguen. Estructurado en una breve introducción, muy filosófica, como no podía ser de otro modo, y dos partes, dedicadas respectivamente, al mundo antiguo y al mundo medieval, se culmina conforme a los usos académicos con unas indispensables referencias a las fuentes (pp. 115 ss.), a la bibliografía utilizada (pp. 121 ss.) y a los nombres citados a lo largo y ancho del texto (pp. 131 ss.). Con carácter previo a la introducción, un proemio o premessa (pp. 1-4) explica la finalidad del libro que no es otra más que estudiar el papel de la verdad en los sistemas jurídicos del periodo intermedio, referencia ésta que la doctrina italiana emplea, como es conocido, para referirse a los tiempos medievales y modernos anteriores a la emergencia constitucional y codificadora. Son los largos tempi del Derecho Común, los que cubren los momentos que van desde el siglo XII hasta el siglo XVIII. Y se hace afrontando el estudio de la verdad como problema conceptual y semántico, como una definición compleja, puesto que aparecen varias acepciones para definir qué es lo que se debe entender en aquellos tiempos por verdad. La idea preponderante será la referida a la sustancia de las cosas y de los hechos, pero no será la única, ni la que tenga la exclusividad. Asimismo, su presencia en los diversos escenarios jurídicos tampoco tendrá perfiles uniformes: el mundo mercantil del Medievo, por ejemplo, la reclamará con cierta vehemencia e intensidad, dado que aquel sistema jurídico, por sus especiales circunstancias de conformación y de operatividad, no lo arriesgaba todo al formalismo y a los ritos; al contrario, prefería poner sobre el tapete el relevante papel de los hechos puros y descarnados y, con ellos, de su mano, llegaba la verdad. Una verdad que, en lo temporal, también va a aparecer bajo diversos mantos o ropajes. En tiempos antiguos, en tiempos del Imperio romano, se difundirá una visión objetiva y absoluta de la verdad, merced a un apoyo y a un influjo indiscutible del pensamiento cristiano. Un pensamiento en el que se percibe claramente otra evolución: la verdad del Antiguo Testamento, centrada en la idea de fidelidad y de lealtad, frente a la del Nuevo Testamento, en el cual predomina la noción de revelación divina, rayana con esa objetividad absoluta a la que se aludirá desde los territorios del Derecho. En tiempos medievales, por el contrario, se elabora una contraposición entre verdad y formas jurídicas, partiendo de la compilación justinianea y con una menor dependencia de los textos bíblicos, lo que acrecienta, sin excesos, un cierto componente subjetivo, una mayor subjetividad si se compara con la Antigüedad inmediatamente superada, cuando menos, desde el punto de vista de la interpretación. Aquélla, la verdad, acaba aprisionada por los ritos y oscurecida por el peso del Derecho que prácticamente la oprime y la hace desaparecer, aunque no todos los campos compartan esta visión excesivamente formalista (el caso mercantil ya citado). Es, pues, el escenario para conocer cómo operaban los juristas medievales en relación a los textos de partida (la compilación bizantina) y cómo articulaban sus formas de pensar jurídicamente, primero, los Glosadores, más adelante, los Comentaristas. Por fin, el origen académico del texto, su gestación universitaria y para el ineludible cursus honorum, conduce a la parte final de los agradecimientos con cita expresa a todos aquellos profesores que han contribuido de modo directo a la realización del libro (Moscati, Nicolai, Caravale, Diliberto), todos ellos figuras de primerísimo nivel dentro del mundo iushistórico italiano. Un segundo aval, por tanto, que prejuzga de modo favorable este ensayo.
4La Introducción (pp. 5 ss.) es el apartado más filosófico del libro, puesto que analiza la verdad conforme a sus diversos sentidos y con perspectiva histórica, siempre en relación con el Derecho, nunca de modo aislado, por tanto, de una manera exclusivamente centrada en la reflexión teorética. Es la verdad como fenómeno jurídico lo que prevalece. La Antigüedad percibe la verdad como esa adecuación, reflejo o correspondencia con el orden objetivo de los acontecimientos, de donde deriva la Justicia como la evidencia referida a esos hechos que justifican la intervención jurídica correspondiente y la determinan en su desarrollo ulterior. Hay una evidente (diríamos: necesaria) imbricación entre Derecho y Realidad, una vinculación ontológica, metafísica, casi existencial, en los términos que expresábamos al comenzar esta reseña. Pero la Filosofía moderna, ha establecido ciertas diferenciaciones entre pensamiento, lenguaje y realidad, que hacen más compleja la sencilla identificación anterior, al mismo tiempo que ha descollado la visión post-positivista que pone el acento no tanto en los textos o en los hechos, sino en las subsiguientes interpretaciones que se hagan de los mismos. De suerte tal que hecho o verdad, acontecimiento o la propia noción de lo verídico, pasan a ser reputados ahora como conceptos más oscuros y controvertidos, más discutibles, en relación a lo que se había pensado en un primer momento. Se rompe esa conexión con la realidad y todo deviene interpretación. El conocimiento puro se acaba por diluir. No hay objetividad fáctica, sino subjetividad exegética. El Realismo también aporta sus puntos de vista a este debate para reconducir la situación a unos esquemas más o menos clásicos, en el sentido de reponer la relación de las proposiciones con los acontecimientos externos o ajenos al propio dominio lingüístico. Evidentemente, la autora, concentrada en el mundo antiguo y medieval, se decanta por aquella visión premoderna, por esa ligazón que unifica proposiciones y hechos, lenguaje y realidad, en un sentido ontológico y/o metafísico, como ya se ha dicho. El mundo real y la naturaleza reflejan un orden impreso por Dios en la creación (siguiendo a Aristóteles y su marcada objetividad realista) y allí se conservan, por tanto, huellas, imágenes y vestigios de la verdad divina (en cierta forma, retomando, por el contrario, una tradición de perfiles platónicos, más próxima a concepciones idealistas). Quedan lejos de este libro, por tanto, las reflexiones contemporáneas sobre la teoría del significado que insistirá no tanto en la verdad como concepto sustancialmente operativo, sino en la definición de esa noción concreta de verdad, a partir de unas perspectivas más analíticas y nominalistas que otra cosa. Es algo que se cita, pero por encima de lo cual se transita para ahorrar debates innecesarios al objetivo principal de la obra. La autora sigue invocando las distintas ubicaciones de la verdad: en el campo procesal aparece de forma natural, evidente, clara, lógica. Pero no es tan simple en apariencia. La verdad del Derecho, en el Derecho o sobre el Derecho muestra tres posibilidades de esa relación actual en términos filosófico-jurídicos. En el primer caso, el Derecho es un conjunto de proposiciones sobre las cuales es posible aplicar criterios de verdad o falsedad, algo arriesgado de sostener precisamente por ese anclaje en lo ideal que singulariza la vida jurídica toda. En el segundo, lo verdadero o lo falso solamente se pueden predicar en relación al Derecho tal y como se manifiesta en el seno del proceso, perfectamente delimitado y acotado. En el tercer caso, aludiría a los discursos formulados por la Ciencia Jurídica, siempre con esa dicotomía verdad-falsedad como esencial para convalidar tales proposiciones, algo que se antoja sumamente necesario desde el punto de vista científico. Es evidente que interesa la segunda dirección, donde se hace fuerte el mundo medieval con todo su arsenal de ficciones y presunciones (su formalismo práctico) que acrecientan la consideración del Derecho como algo artificial y convencional, su recurso constante a procedimientos y autoridades, que conducen indefectiblemente a la separación entre verdad formal y verdad material, con la que concluye esta parte introductoria. Una distinción que los procesalistas siguen teniendo presente, no obstante las dificultades para trazar diferencias entre ambas y, sobre todo, para hallarlas en el mundo jurídico de una forma químicamente pura. La propia insuficiencia y las propias incapacidades o limitaciones del conocimiento humano hacen que esa verdad sustancial, material, impecable, objetiva, no sea más que una quimera. Pero lo verdadero sigue teniendo un papel determinante para determinar los procesos, para articular las sentencias, para concluir juicios. La verdad hace el proceso, lo concluye, lo remata. La autoridad, dice la autora siguiendo a Hobbes, hace la ley, pero no puede ir más allá, no puede confrontarse con la realidad, ni puede negarla, ni puede subvertirla. La verdad ha sido una aspiración, una guía, una forma de garantizar claramente la Justicia, propósito principal no sólo del proceso, sino del Derecho en su totalidad. Los resultados no siempre han sido los apetecidos. La verdad no siempre nos ha hecho libres, ni tampoco justos. Algo que se hace más evidente, si cabe, en el caso del proceso criminal: la concepción premoderna, ontológica y sustancial, situaba la relevancia penal no en la autoridad de la ley, sino en una verdad aprisionada por consideraciones naturales y morales, con resultados antigarantistas. Curiosamente, el rechazo del formalismo condujo a resultados más satisfactorios desde este ángulo referido. Una superación de la verdad que, paradójicamente, ha traído más Justicia, ha avanzado en esa dirección de lo justo.
5La parte primera, rubricada como Las premisas textuales y culturales, analiza la presencia de la verdad y sus variados significados, en los dos conjuntos documentales más importantes de los tiempos antiguos: el Cap. 1, pp. 19 ss., se vuelca sobre la verdad en los textos justinianeos, mientras que el Cap. 2, pp. 37 ss., hará lo propio con las Sagradas Escrituras y con los demás textos de la tradición cristiana. Ambos son textos sagrados, cada uno a su manera, porque se reputan como proyecciones terrenas y espejos de la verdad absoluta, la divina, que opera, en el primero de los casos, mostrando a los hombres su Derecho y, en el segundo, la Revelación, en tanto que mensaje divino de perfiles morales. Ambos son textos básicos, capitales, autoritativos, que condensan autoridad, que suponen recoger las noticias divinas a las cuales los hombres deben sumar una labor interpretativa necesaria y consecuente. Son punto de partida, punto de arranque. Se va a elaborar un rastreo completo y minucioso de la presencia en la compilación bizantina de cualquier referencia a la verdad y, sobre todo, una interpretación de los variados sentidos que este vocablo presenta en cada una de esas apariciones, que, hay que advertirlo ahora, no es siempre el mismo, no tiene siempre idéntica posición semántica. La amplitud de los textos justinianeos, su diversa elaboración y sus variados contenidos explican que ciertas acepciones se liguen a algunos textos antes que a otros. Así, la contraposición más evidente es la que se dará entre el Código, conjunto de constituciones imperiales, y el Digesto, elaborado con fragmentos de obras jurisprudenciales, de factura privada o particular, por tanto, frente a la oficialidad indiscutible de edictos, pragmáticas y rescriptos que integran el Codex. Veremos, en el primer caso, mayores cotas de objetividad, pues es el poder el que habla, mientras que, en el segundo, hallaremos una mayor disparidad de criterios, dada su fundamentación en la autoridad de los jurisprudentes, a quienes interesaba, por encima de todo, el Derecho y solamente el Derecho. Así, veremos una verdad concebida como correspondencia con la realidad objetiva (acepción predominante per se), pero también como verdad en el seno del proceso (acepción mayoritaria y la más operativa desde el punto de vista jurídico como resultado de una cognitio). También se entenderá por verdad en dichos textos jurídicos el núcleo sustancial de las cosas y de los hechos, como algo contrapuesto a las formas, a las exterioridades, a la apariencia. Algo platónico parece subsistir en esta triple semántica descrita. A la primera, corresponderá, a modo de reverso, la mentira, la simulación el fraude, y, con menor intensidad, la ficción que nos conduce al terreno de la subjetividad. Con relación a la misma, a ese primer significado, aparecen las preces, adlegationes y accusationes, y será el objeto de los testimonios dentro del estricto mundo jurídico. Por el contrario, la verdad entendida en sentido procesal, aparece como algo a lo que tender, algo que buscar, aquella pieza que debe ser encontrada y expuesta a la luz, examinada con detalle y probada. Su indagación es el campo propio de acción de aquellos funcionarios que, en el mundo romano, se dedicaban a la administración de la Justicia. La tercera y última acepción aparece como expresión retórica que acompaña ciertas acciones jurídicas (así, la constitución Tanta), es decir, la verdad aparece como la cualidad más destacada de la compilación justinianea, como la manifestación más alta del orden que dicha compilación trae consigo y que se plasma en sus diversos productos normativos, en contraposición a la confusión, el caos, el desorden, en el que se hallaba el mundo jurídico antes de la intervención de Justiniano y de sus comisionados. Es no solamente lo real, sino lo bueno, la mejor manifestación de lo jurídico y de las acciones humanas en relación al mundo del Derecho, al que se mejora de forma indiscutible y evidente. De aquí se deriva también esa idea de la verdad como la esencia o el contenido de las cosas, de las normas jurídicas, en oposición a las subtilitates, a los elementos subjetivos y formales, absolutamente secundarios. Cada uno de estos empleos trae consigo un amplio elenco de sinónimos y antónimos, los cuales operan en función del contexto particular en el que nos movamos.
6Sucede además que verdad,veritas, no solamente aparece como palabra aislada (algo raro en el Digesto y totalmente ausente en las Instituciones justinianeas), sino que son frecuentes las formas declinadas. Es característico de las constituciones imperiales, en el Código, por tanto. A modo de ejemplo, el genitivo de especificación, que nos conduce a la verdad de la cosa o de los hechos acontecidos (rei veritas, rei gestae veritas, rerum gestarum veritas), a la verdad del hecho o del negocio (facti veritas, negotii veritas), incluso a la verdad de la naturaleza (naturae veritas), en sede de adopción, para poner de manifiesto ese mundo natural enfrentado al mundo artificial que el Derecho es capaz de crear, de generar, y de lo que el instituto referido constituye una de las mejores expresiones para mostrar esa elasticidad del Derecho que se proyecta desde sus campos hasta los de la realidad y acaba por alterarla, por transformarla (D. 28. 2. 23). La verdad queda, de este modo, modulada o especificada por esos elementos que la determinan, que la acompañan. Asimismo, en los mismos casos normativos referidos (textos imperiales, no los jurisprudenciales del Digesto), la verdad se declina en genitivo para hacer referencia a la sustancia, al tenor o a la fe. En este último caso, la fides veritatis alude a la sustancia de las cosas como antítesis a las formas en que aquéllas se manifiestan o exteriorizan (C. 2. 38. 1). Vestigios de la verdad, fuerza de la verdad, luz de la verdad, completan este elenco, con alusión a la justa y veraz interpretación, incluso como consenso, a partir de las formas de argumentación que serán explicitadas en tiempos medievales. En las Novelas justinianeas, los últimos textos de la compilación, en caso ablativo, se emplea para referirse a la realidad externa sobre la que se proyectan las diversas normas jurídicas en sentido de afirmación o de refuerzo de afirmaciones: pro veritate, ex veritate, rebus et veritate. El sentido profundo es el de adverbios o construcciones asimiladas: en verdad, en realidad, realmente. Mención especial merece la relación de la verdad con los documentos escritos (pp. 33-36). Distintas constituciones imperiales, incorporadas al Código, hacen referencia a esta relación planteada en términos de contraposición o de antítesis, es decir, al triunfo de la verdad, de una verdad cuasi objetiva por encima de los documentos escritos, que se impone a los mismos. La fides veritatis prevalece sobre la fides scripturae. En tiempos de los Severos y, sobre todo, de Diocleciano, se hace evidente esto. Es más: bajo este último emperador, se disminuye el valor probatorio del documento en provecho de otras formas o medios, lo que implícitamente da a entender la existencia de falsificaciones por doquier, la desconfianza generalizada. Hay que cuidar la verdad y ésta no se halla necesariamente en los documentos. La escritura, como indicará el propio Diocleciano (C. 8. 42. 13), puede llegar a ser una falsa representación de la verdad, puede engañar, puede conducir a soluciones no verídicas, no justas, por tanto. Con Justiniano, se revierte esta situación y el documento recupera fuerza y pujanza, como acreditan C. 4. 20. 18 y C. 4. 21. 17. Las Novelas XLIV y XLVII. 2 ratifican esta solución: la primera aludirá a la reconstrucción de los documentos; la segunda, a la lectura de antiguas escrituras pro veritate. La escritura, lo escrito, lo documentado recupera, así, su estrecha vinculación con la verdad y la presunción de veracidad.
7Llega el tiempo del otro gran conjunto textual de tiempos antiguos: la Biblia a partir de la versión Vulgata de San Jerónimo. Importante es su mención no sólo por constituir la base de las creencias cristianas, única religión oficial con el paso del tiempo en el seno del Imperio, sino porque muchas de sus ideas pasan al mundo jurídico y se depositan allí con cierta tranquilidad, alterando la normal configuración de las instituciones romanas, hasta entonces atentas en exclusiva a la prudencia como regla general de determinación de sus estructuras. La idea cristiana de verdad es absoluta y objetiva. Coincide con el mensaje que Dios transmite a los hombres. Pero no será la única acepción tampoco en este campo religioso. Verdad puede referirse asimismo a la justa y veraz interpretación. Como ya se apuntó con anterioridad, el Antiguo Testamento manifiesta una querencia por la verdad entendida como fidelidad y lealtad, combinando además veritas con misericordia y paz, a modo de virtudes complementarias que deben singularizar al creyente. Se usa también como sinónimo de revelación o de averiguación, mientras que en los libros sapienciales o hagiográficos es empleada la metafórica expresión del camino hacia la verdad o del camino de la verdad. Por supuesto, verdad aparece como sinónimo de palabra, revelación, luz y, sobre todo, Justicia o elementos vinculados a lo justo (juicio, sentencia, inspección, indagación). El Nuevo Testamento, con los Evangelios a la cabeza, identifican a Cristo con la verdad revelada, vinculada a la gracia divina: el camino, la verdad y la vida, dirá el famoso pasaje de Mateo (14: 6 y 15: 26), compendio del mensaje cristiano. La oposición a la verdad, que es Dios, vendrá de la mano de la mentira, identificada con el Diablo. Las cartas de Pablo de Tarso y otros pasajes del Nuevo Testamento siguen en esta dirección: anuncio y revelación de la buena nueva que no es otra que la contenida en los Evangelios (ésa es su etimología). La verdad es ahora la verdad cristiana y no otra. Dios ayuda para su conocimiento o reconocimiento. Está ahí próximo para auxiliar al hombre a alcanzar esa plena conciencia de su mensaje. Frente a ella, está la mentira, la falsedad, el error, el desvío, querido o no; en suma, la herejía, la más reprobable de acciones humanas. A su lado, muchas veces empleados como sinónimos, se encuentran voces análogas: la caridad, la sinceridad, la santidad y, por descontado, la Justicia. Nace probablemente en ambientes cristianos esa fides veritatis, que luego pasa a constituciones de los Severos y a la compilación de Justiniano con el significado de confianza que se debe dar a la verdad o a la realidad, en cuanto que credibilidad propia de la realidad misma. Es, en una segunda acepción menor en su cantidad, verdad de los hechos o contenido de las leyes, como se desprende de algunas epístolas complementarias, siempre en el Nuevo Testamento (Pedro, Santiago, Juan; también en los Hechos de los Apóstoles). Con la caridad de la mano, vuelve a retomarse la simbología del camino ya apuntada supra. Curiosamente, en un libro tan dado a las metáforas como el Apocalipsis, no aparece para nada la veritas. En esa misma línea que marcan las Sagradas Escrituras, hallaremos una continuidad ortodoxa, perfectamente ordenada, en la Patrística, en los Padres de la Iglesia, combinada con menciones aristotélicas, procedentes del campo de la Lógica tras la mediación de Boecio, si bien supeditadas al superior influjo platónico que representa Agustín de Hipona. La primera dirección se centra en la concreta realidad de las cosas, cognoscibles mediante un procedimiento lógico, frente a la segunda que alude a una verdad intangible, que se puede percibir en el mundo gracias a ciertas huellas o imágenes. Los dos modelos tenderán a la unificación, como lo acredita Tomás de Aquino (aristotélico en sede de verdad; platónico al abordar la cuestión de la mentira). En tiempos medievales más avanzados, predomina una visión totalmente cristiana, derivada de la lectura directa de la Biblia, material interpretable de forma exclusiva y excluyente, aunque otras acepciones ya vistas en tiempos antiguos también hacen su aparición (la que se refiere a la correspondencia con la realidad de los hechos, bajo la forma de rei gestae / rerum gestarum veritas, o bien como naturae veritas), una realidad de los hechos que no puede apartar la vista de una conformación objetiva que se proyecta como resultado de un orden asimismo objetivo querido por Dios, imprimido en la naturaleza y en el mundo. Así, en ciertos pasajes de Agustín de Hipona o de Gregorio Magno, como figuras más relevantes. Muy frecuentes serán las formas fides veritatis, que afianza y fortalece el mensaje cristiano, o substantia veritatis, en el sentido de núcleo central del credo religioso (Juan de Salisbury o Sicardo de Cremona, en su Mitrale o compendio de los oficios eclesiásticos, y también en su Summa canonum, por ejemplo), con proyecciones en algunas obras jurídicas de los siglos centrales del Medievo. La confianza y la sustancia de esa verdad nos colocan de nuevo en la tesitura de aceptar el mensaje cristiano como verdad inmutable, no modificable, no negociable. La verdad se convierte en la garantía última, en el blindaje del credo cristiano, al identificarse plenamente con el mismo y colocar enfrente los territorios de la mentira, la falsedad y el engaño.
8La parte segunda se ocupa de la verdad en la doctrina civilística del Derecho Común, a través de dos capítulos que se refieren a los Glosadores (pp. 59 ss.) y, más adelante, al Bajo Medievo (pp. 83 ss). Aquí el predominio de los textos jurídicos es, lógicamente, abrumador, tanto los textos legales originarios como las interpretaciones desarrolladas sobre los mismos. Primeramente, es el turno de los Glosadores, que llegan precedidos de un proceso altomedieval alejado de los parámetros de esa verdad que va a condicionar la vida procesal a partir de entonces. Aquí es donde se esperaría una comparecencia urgente del Derecho canónico que no acaba de llegar. La verdad, en esos modelos procesales germánicos más primitivos, no interesa. La verdad material, queremos decir. Se conforman aquellos con una verdad formal apenas conectada con la realidad de los hechos y sí con intervenciones extraordinarias de la Divinidad en el seno del proceso concebido como lucha. Es el momento de las ordalías o los juramentos, pruebas que remotamente afectan a los hechos y que se concentran en la calidad de los sujetos intervinientes. Por eso, la verdad pierde conexión con la realidad y puede usarse como sinónimo de testimonios, indagaciones o inquisitiones, sentencias. Es destacable, por único y original, un texto procedente del condado de Hainaut, del siglo XII (p. 60), que contrapone veritas, con el sentido de correspondencia con los hechos, y lex, que se refiere a la solución formal y convencional establecida por una norma de tipo general. En la Magna Glosa, se siguen los libros varios de la compilación justinianea y, por ende, se continúan las acepciones predominantes allí recogidas. Código y Novelas ofrecen una versión de la verdad en sentido objetivo, absoluto, totalmente cristiano. El Digesto, por su parte, ofrece menos cantidad de citas a la verdad, pero con significados mucho más diversos: valoración objetiva y consideraciones subjetivas, hechos acaecidos, realidad efectiva siempre inmutable, verdad procesal o derivada del proceso, en abierta oposición a las sutilezas y a las falsedades, deberes de los jueces, sustancia de las cosas contrapuesta a las formas o a los formalismos, elemento ligado a la prueba (sobre todo, la documental), entre otras, llegando también a los dominios de la religión cuando la verdad se acaba identificando con Dios mismo. El problema central que plantearán los Glosadores se referirá a la cuestión de las formas jurídicas y su compleja relación con la verdad. Se citan para trazar este trayecto tanto las fundacionales Quaestiones de Iuris Subtilitatibus como la ya madura Summa ad Authenticum de G. Bassiano, relacionando, una vez más, verdad con realidad de los hechos, apreciación subjetiva, fides, ficciones y presunciones, etc. La derivación procesal es evidente y lógica, sobre todo, en cuestiones probatorias, donde la verdad adquiere su significado jurídico más profundo, lo que se relaciona, una vez más, con los documentos y los medios establecidos para asegurar la veracidad de los mismos, tanto en lo que se refiere a su elaboración como a su contenido, a la forma (lex) y a la sustancia (veritas). Aquí es indispensable el papel del notariado público, encargado de traducir la verdad o realidad de los hechos a la verdad o realidad del papel, del documento, de la escritura, y, además, de hacerlo, como recordaba el ya citado G. Bassiano, vere et legaliter.
9El Bajo Medievo, ya en el Cap. 2, nos coloca en una tesitura de continuidad, si acaso enriquecida por nuevas aportaciones, como las que se deben a la pluma de Tomás de Aquino, además de por la imbricación entre Derecho romano y Derecho canónico en orden a la construcción de un sólido sistema de pruebas legales, y por la aparición de Derechos especiales, locales o gremiales, que harán su propia lectura del problema de la verdad, conforme a sus propias necesidades y demandas específicas. Tomás de Aquino, cuya obra se glosa de una forma muy acertada, insiste en la vinculación de la verdad con la Justicia: el deber de la Justicia implica el deber de decir siempre la verdad, con la consecuencia del pecado mortal cuando no se da esa identificación. La verdad sería un acto particular de Justicia, un correlato con el orden divino objetivo inmutable, que permite identificar ambas dimensiones. Mientras que la Justicia se mueve en el orden legal, la verdad lo hace en el orden moral, pero no puede haber el primero sin el segundo. No cabe legalidad sin moralidad. Por tanto, no cabe alcanzar la Justicia desde la mentira o el error. La garantía o aseguramiento de esta confluencia necesaria e imprescindible serían las formas jurídicas, las formas del Derecho. Es el precio a pagar. Para explicar la idea de veritas en tiempos de los Comentaristas, la guía escogida será Alberico da Rosciate en su Dictionarium, donde vuelven a comparecer los significados ya explicitados anteriormente: realidad y evidencia de los hechos, razón, objetividad, facticidad, documento, fidelidad, autenticidad, algo que se impone a la opinión y al ánimo, a la similitudo y a la figura. Completan el repertorio de juristas invocados autores como Matarelli, Baldo degli Ubaldi y Paolo de Castro, quienes reflexionan precisamente sobre el papel de la prueba documental en orden a articular un discurso de la verdad. Todos ellos critican abiertamente el rigorismo jurídico y el formalismo, como una forma de ahogar esa verdad que debe aflorar en cualquier narración jurídica. La verdad nos hace libres, pero también la verdad ha de ser liberada de las constricciones que el Derecho le impone.
10Donde ese discurso será más exitoso es en el campo mercantil (pp. 95 ss.): al mundo comercial le interesa, mayormente, la verdad de los hechos y es esa verdad la que inspira la práctica jurisdiccional mercantil, lo que trae aparejado un proceso mucho más sencillo en orden a indagar esos hechos. De nuevo, acude en auxilio del proceso el Derecho canónico, merced a esa creación atribuida al papa Clemente V: el proceso sumario, ideado en dos sucesivas decretales que deben ser leídas de modo complementario, una a renglón seguido de la otra, en tanto en cuanto la segunda es interpretación de la primera. Se trata de la Dispendiosam (Clem 2. 2. 1) y la Saepe (Clem 5. 11. 2). Frente al solemne orden de los juicios, sostenido por el Derecho Común en pleno, por la conjunción romano-canónica, que daba lugar a un proceso complejo, estructurado en etapas, perfectamente ordenado y esquematizado, con un juez que ordenaba, hacía avanzar el litigio y, finalmente, lo resolvía de modo autoritario, se articula otro más sencillo, sin renunciar a sus partes o elementos esenciales, que debe funcionar simpliciter et de plano ac sine strepitu iudicii et figura. Sumariamente, de forma sencilla, sin estrépito, sin figura de juicio, con reducción de plazos y de pruebas, generalmente sin apelación, con facultad para que el juez oiga y decida en cualquier momento, incluso en días feriados, sin obligación de constituirse solemnemente como tribunal o hacerlo en los lugares destinados a tal efecto, con exclusión de abogados y procuradores, con limitación del número de testigos y prevalencia de la prueba documental (contratos, libros comerciales). El juicio, el proceso, se desnuda, en el sentido de que se vuelve más evidente, más lacónico; se le quitan todos aquellos aditamentos sobrantes y que en nada ayudan a la consecución de la verdad. Va a lo esencial y lo esencial es lo que se ha referido hace un momento (las piezas maestras e irrenunciables de todo debate procesal). Se le amputan los complementos que provocan sus retrasos. Lo hace el Derecho canónico, pero también lo hacen los diversos Derechos estatutarios (Arezzo, Siena, Génova, Aquila, Florencia, entre los siglos XIV y XV). Da lugar esto a un hermoso debate jurisprudencial sobre la verdad, la equidad y la simplicitas, de un lado, como objetivos a conseguir, y el rigor iuris y las cavillationes, de otro, entre bona fides y apices iuris. Bartolo hará unas reflexiones sumamente interesantes a partir de un pasaje de Ulpiano, en abierta defensa siempre de la verdad frente las sutilidades y a las solemnidades, necesarias como precio a pagar por la seguridad, pero que deben moverse dentro de ciertos límites sin asfixiar lo relevante que es esa verdad como objetivo fundamental de lo justo y de lo jurídico. El contenido siempre debe prevalecer sobre el continente porque solamente así pueden comparecer y triunfar la verdad y la equidad, del modo en que lo hacen en el campo mercantil gracias a los ritos o estilos de los mercaderes, auténtico depósito de la riqueza en esos tiempos, pero también del saber jurídico práctico y prudente y, por supuesto, de la veritas.
11Las Conclusiones (pp. 107-113) van a avanzar lo que la Edad Moderna traerá consigo. Un giro hacia una mayor estatalidad y hacia una mayor identificación de la verdad con los dominios del Estado y de su poder. La variación práctica y forense del mos italicus implicará un cambio metodológico y una consecuente reafirmación de la importancia de la verdad, ahora acogida en las estancias de las nuevas formas del poder político. Es, precisamente, el momento de Maranta, de Cravetta, de D. S. Cannata y de Toschi, el cual no duda en calificar a la verdad como el fin de todas las Ciencias. Se recupera buena parte del discurso teológico y religioso sobre esa verdad, que debe ser afirmada y manifestada, que es inmutable e inexpugnable, identificada con Dios o con Jesús, conforme a la Biblia, incluso identificada con la lex. Comienza a trasladarse hacia el juez, como ministro de la Justicia, un mayor esfuerzo por la identificación de la verdad, por su descubrimiento, de la mano de una equidad que no puede ser abandonada. El juez ha de actuar una Justicia humana, la cual puede tener fallos y errores. Por todo eso, no debe confiar ciegamente en su conciencia, sino que ha de guarecerse en la protección que le dispensan las formas jurídicas. Se recupera, por tanto, el formalismo combatido en época anterior, las formas procesales, como medio óptimo para llegar a la verdad, para llegar a la Justicia. Surge así una diferenciación entre verdad de las cosas, solamente accesible a Dios, y verdad de las noticias, típico conocimiento humano que se puede llevar a cabo mediante el empleo del proceso. De aquí, surgen las Ciencias especulativas y las prácticas, las que derivan de los documentos y de las pruebas (como en el proceso, convertido en ejemplo de dinámica científica o epistemológica). Los jueces se ven sometidos así a toda una serie de clasificaciones y distinciones para explicar esa realidad dentro de la cual tienen que buscar la verdad para ejercer su oficio de un modo leal, legal, plenamente justo. Volvemos a los tiempos del orden procesal típico del Derecho Común, a los defectos de siempre, a la lentitud y el papeleo, a la posibilidad de apertura de fases extraordinarias y a la maximización de los medios de defensa. Todo lo cual provocará la crítica de los ilustrados, horrorizados, como quería Muratori, con quien se cierra el libro, ante todos estos defectos de la Jurisprudencia.
12Culmina así un libro bien escrito y bien estructurado, aunque la ausencia del Derecho canónico, tan indispensable en materia procesal, lastra un poco el discurso central y lo hace flaquear aparentemente, puesto que no ofrece la perspectiva fundamental en materia de verdad que el proceso canónico fue capaz de establecer, con gran éxito. La vida canónica hubiera complementado a la perfección los términos de la obra, la verdad convertida en una materia central de la Teología que pasó a convertirse en una pieza central del Derecho, en su conjunto, y del proceso con carácter especial. El Derecho sigue preguntándose por sus relaciones con la realidad, con el exterior, con la verdad de los hechos. Este libro ha tratado de explicar las respuestas que, desde el Derecho romano, primero, y el Derecho medieval, después, se dio a esta cuestión central. Una cuestión que no admitía una sola contestación, sino variadas como consecuencia de un dato central y evidente: la verdad no sólo era patrimonio de los juristas, sino de todas las Ciencias y de todas las disciplinas. Del mismo modo que el Derecho no era solamente lo que así se nombraba, sino todo el orden completo que regía el funcionamiento de esas sociedades del Antiguo Régimen.